El joven estaba a la orilla de los rieles
(pequeños, diminutos, ínfimos, de apenas 60 centímetros de ancho), con la
chupalla sobre el pecho, soportando dificultosamente el mediodía de la canícula
ñublensina que le había bronceado la piel, calzando unas sandalias de barro
desvencijadas por el trajín interminable del trabajo diario (acarreando una
carreta con la que iba a vender al mercado de Chillán, todos los días, lo que
se cultivaba en sus tierras), y con toda su alocada juventud de campesino
soltero revoloteándole en los nervios. Venía de Chillán, de hacer las ventas
del día, con el dinero dentro de una carterita oculta en la chupalla,
cabalgando el caballo que tiraba de la carreta. De pronto, en el horizonte, se
sintió la estremecedora respiración mecánica del tren chico acercándose
implacablemente bajo el sol, silbando sus melodías monótonas de tránsito
inalterable y espantando a las codornices que lucían orgullosas sus coronas de
plumas.
El joven, apenas vislumbró el humo del tren
chico que anunciaba su travesía triunfal por los campos de Ñuble, desamarró la
carreta, preparó a su caballo («Durazno», lo llamaba, cariñosamente), y comenzó
a galopar triunfante al lado de la línea de fierros atravesados por tablas,
velozmente, como si fuera la última carrera de su vida, elegante, como si aquél
camino fuera la pista de carreras más hermosa del mundo. Corría el caballo de
carne y hueso lo más rápido que podía, jadeando de sed, abochornado, intentando
ganar el desafío, hasta que el otro caballo, el de hierro, pasaba a su lado en
una tormenta de humo y vientos y olores distintos, y en la última ventana, al
lado derecho del tren, completamente absorta en la lectura, iba una muchacha
colorina de rizos angelicales y mirada devota, piel de oro y manos celestiales,
la niña más linda que aquél joven haya visto en toda su vida, y siguió
galopando detrás del tren, pensando que quizás, por alguna razón desconocida,
esa criaturita perfectamente bella y mágica asomaría su cabecita por la ventanita
y lo vería ahí, desfilando tras ella, intentando alcanzarla desesperadamente,
persiguiéndola con toda la locura de sus años mozos, y con esa esperanza seguía
marchando veloz, sin detenerse, hasta que perdía de vista al tren chico.
Era así desde hace dos años. En una ocasión,
cuando venía de vuelta al latifundio de su patrón, recorriendo los bordes de la
línea que conectaba Chillán con Recinto («Tren chico» lo llamaban todos), la
vio por vez primera. Aquél día echó a
correr sin desatar la carreta, y los productos que traía sobre ella se
desparramaron por toda la línea férrea. Entonces llovía, y las herraduras del
Durazno se hundían en el barro. Él todavía no sabía que pasaría dos años
siguiéndola todos los días, pero lo descubrió con el tiempo, con las lluvias de
agua y de sol que lo bañaban cuando ella aparecía en el mismo asiento, siempre
leyendo, siempre ignorándolo. Y él, que soñaba con la muchacha, con tocarla,
hablarle o simplemente respirar el mismo aire que ella, cuando se encontraba
solo en su campo, tomaba la guitarra y se ponía a cantar «Sobre el tren chico
viaja mi amor, mi china quería, mi lucerito, mi corazón», entre sollozos, canturreándole
a su magra suerte de no conocerla.
Sólo pudo conversar con ella una vez, y fue todo.
Estaba en el mercado de Chillán,
vendiendo los duraznos, membrillos y uvas, cuando ella apareció, seguida de varias
señoras, todas adultas. Él, embrutecido por los nervios y por las ansias de
querer cantarle todo el día, se atropelló en las palabras, y sólo fue capaz de
susurrarle un rutinario «¿Qué anda buscando mi reina?». Ella dejó escapar una
risilla alegre (estaba muy bien vestida y se notaba contenta) y le respondió
con tono festivo: «¡Frutas! ¡Muchas frutas! ¡Para mi matrimonio!».
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