domingo, 16 de noviembre de 2014

EL OLOR DE TODAS LAS COSAS



Ese olor lo perseguía día y noche. Cuando cerraba los ojos lo veía fugándose por los agujeros de la nariz, y cuando cerraba la nariz, lo olía entrando a través de sus ojos. Lo sentía entre sueños, llamándolo desde la realidad de las cosas no somníferas. Y despierto, soñaba con los palacios de fragancias gobernados por ese olor irremediable y eterno. Lo encontraba en Viena, en París, en Chicago, en Manaos, en Johannesburgo, en Manilla, en Dubái. Lo olía en las flores, en el viento, en la parafina, en el cuerpo desnudo de una mujer, en la tierra húmeda por la lluvia, en los ríos de culpas, en sus recuerdos de ayeres y mañanas. En todos los platos que degustaba sentía en la lengua ese sabor oloroso. Cuando leía, imaginaba siempre aquél aroma tan conocido. Era él y el olor, acompañándolo a través de las paredes y el tiempo, angustiándole el alma de puro gusto, atormentándolo con las memorias de una ciudad en ruinas.

 Lo olió por primera vez en 1939, en Chillán, un 24 de enero. Él se estaba retirando del teatro antes que terminara la obra (porque debía llegar temprano a casa) cuando comenzó el terremoto. Fue como si las entrañas de la tierra estuvieran danzando bajo él, revolcándose, retorciéndose, deformándose. No se podía mantener en pie. Durante poco más de un minuto estuvo recostado sobre la vereda, agitado por los retorcijones de una tierra que necesitaba sacudirse un poco para liberar tanta tensión acumulada en su espalda. Muchos edificios a su alrededor colapsaron. Y entre ellos, el propio teatro se desplomó sobre sí mismo en un instante, sin avisos, sin dejar que nadie alcanzara a salir. Cuando terminó el terremoto, él, tendido en el piso, sólo podía pensar en ese olor desagradable que surgía del charco de sangre que venía de las ruinas del teatro y se derramaba en la calle. Olor a muerte y destrucción, olor a devastación, olor a un destino que pudo haber sido suyo si hubiera permanecido tan sólo un minuto más dentro del recinto.

Intentó huir lejos, pero el olor lo perseguía. Fue a ciudades distantes, recorrió el mundo, probó de todo. Mas, en su mente estaba irremediablemente grabado a sangre ese olor a putrefacción y vidas anónimas que él recordaría toda la vida. Aunque lo deseara, no podía olvidarlo. Era ya algo cotidiano, su esencia. Todos los perfumes, todas las fragancias, todos los hedores le recordaban aquél de los muertos que lo aclamaban para que fuera parte de ellos. Era insoportable. El olor lo llamaba, deseaba que volviera a Chile, y lo hizo, veintiún años después, en 1960. Primero deseó ir a Curanilahue, pero el olor lo dirigía más fuertemente hacia Valdivia.


El 22 de enero, un día después del terremoto de Curanilahue, sintió nuevamente aquél olor, pero esta vez era diferente. Cada vez más intensamente, el olor se iba acrecentando a medida que el sol ascendía a lo alto del cielo, hasta que dieron las 15:11 y la tierra lo invitó a bailar nuevamente, y él comenzó a danzar por las calles temblorosas de un Valdivia que se caía en escombros aplaudiéndolo, y el río Calle-Calle (donde se baña la luna desnuda), que estaba a su lado desbordándose, lo bañó en elogios, llevándolo a una tierra donde ya nunca más sentiría aquél olor. 

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