Ese olor lo perseguía día y noche. Cuando cerraba
los ojos lo veía fugándose por los agujeros de la nariz, y cuando cerraba la
nariz, lo olía entrando a través de sus ojos. Lo sentía entre sueños,
llamándolo desde la realidad de las cosas no somníferas. Y despierto, soñaba
con los palacios de fragancias gobernados por ese olor irremediable y eterno. Lo
encontraba en Viena, en París, en Chicago, en Manaos, en Johannesburgo, en Manilla,
en Dubái. Lo olía en las flores, en el viento, en la parafina, en el cuerpo
desnudo de una mujer, en la tierra húmeda por la lluvia, en los ríos de culpas,
en sus recuerdos de ayeres y mañanas. En todos los platos que degustaba sentía
en la lengua ese sabor oloroso. Cuando leía, imaginaba siempre aquél aroma tan
conocido. Era él y el olor, acompañándolo a través de las paredes y el tiempo,
angustiándole el alma de puro gusto, atormentándolo con las memorias de una
ciudad en ruinas.
Lo olió por
primera vez en 1939, en Chillán, un 24 de enero. Él se estaba retirando del teatro
antes que terminara la obra (porque debía llegar temprano a casa) cuando
comenzó el terremoto. Fue como si las entrañas de la tierra estuvieran danzando
bajo él, revolcándose, retorciéndose, deformándose. No se podía mantener en
pie. Durante poco más de un minuto estuvo recostado sobre la vereda, agitado
por los retorcijones de una tierra que necesitaba sacudirse un poco para
liberar tanta tensión acumulada en su espalda. Muchos edificios a su alrededor
colapsaron. Y entre ellos, el propio teatro se desplomó sobre sí mismo en un
instante, sin avisos, sin dejar que nadie alcanzara a salir. Cuando terminó el
terremoto, él, tendido en el piso, sólo podía pensar en ese olor desagradable
que surgía del charco de sangre que venía de las ruinas del teatro y se
derramaba en la calle. Olor a muerte y destrucción, olor a devastación, olor a
un destino que pudo haber sido suyo si hubiera permanecido tan sólo un minuto
más dentro del recinto.
Intentó huir lejos, pero el olor lo perseguía. Fue
a ciudades distantes, recorrió el mundo, probó de todo. Mas, en su mente estaba
irremediablemente grabado a sangre ese olor a putrefacción y vidas anónimas que
él recordaría toda la vida. Aunque lo deseara, no podía olvidarlo. Era ya algo
cotidiano, su esencia. Todos los perfumes, todas las fragancias, todos los hedores
le recordaban aquél de los muertos que lo aclamaban para que fuera parte de
ellos. Era insoportable. El olor lo llamaba, deseaba que volviera a Chile, y lo
hizo, veintiún años después, en 1960. Primero deseó ir a Curanilahue, pero el
olor lo dirigía más fuertemente hacia Valdivia.
El 22 de enero, un día después del terremoto de
Curanilahue, sintió nuevamente aquél olor, pero esta vez era diferente. Cada
vez más intensamente, el olor se iba acrecentando a medida que el sol ascendía a
lo alto del cielo, hasta que dieron las 15:11 y la tierra lo invitó a bailar
nuevamente, y él comenzó a danzar por las calles temblorosas de un Valdivia que
se caía en escombros aplaudiéndolo, y el río Calle-Calle (donde se baña la luna
desnuda), que estaba a su lado desbordándose, lo bañó en elogios, llevándolo a
una tierra donde ya nunca más sentiría aquél olor.
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