Sin que nadie se lo esperara, vinieron los
pintores. Llegaron tarde, muy de noche, trayendo camiones completos de pintura blanca
absoluta, y la arrojaron contra nuestras casas sin pedirnos permiso,
simplemente hicieron que la pintura cayera como una lluvia de leche, aclarando
nuestros hogares en un instante de máxima revelación. Los pocos que a esa hora
estábamos despiertos veíamos con impotencia el espectáculo del blanqueamiento
de las calles. Algunos, los menos, se despertaron asustados ante el ruido de la
pintura desparramándose por la vereda, formando un río blancuzco, y asomaron la
cabeza por la ventana, convirtiéndose en mimos. Cuando llegó el alba, las casas
eran todas albas. Los que gustan de dibujar grafitis en las paredes, sentían que
los muros los llamaban, invitándolos a descargar su arte en aquellas hileras
completas de paredes níveas.
Entonces vinieron otros camiones, y otros
pintores, esta vez trayendo consigo tinas repletas de pintura negra. Con una
precisión de albañil experto, de ladrón experimentado, de cirujano doctorado, comenzaron
a dibujar las líneas interminables, como bosque oscuro: líneas verticales,
perfectamente simétricas, paralelas, negras, de anchos diversos. Eran códigos
de barra, colocados invariablemente en las paredes antes cándidas y ahora
sospechosas. Anchas y estrechas, altas o de un piso, no hubo ninguna casa que
se salvara: estaban todas con códigos de barra. Yo no entendía nada. Nadie
comprendía qué ocurría. Los pintores desaparecieron tan repentinamente como
llegaron.
Pero no debimos esperar mucho para saber de qué se
trataba esto. Al poco tiempo se escucharon pisadas monumentales, atronadores
retumbares que asustaban a los muebles y hacían música con la loza. Los sonidos
aumentaban en volumen velozmente. Crecían, como nuestro miedo. Algo venía, y ya
lo imaginábamos. «¡Vienen los gigantes!» Decían. Yo los veía en el balancear
del techo, en el concierto de cubiertos golpeándose y en el tamborileo del té
salpicando temores. Mi esposa apagó la luz. Todos en el barrio lo hicieron. Yo
en realidad no supe por qué, pero miré a través de la ventana, quizás por
curiosidad, quizás por desconcierto, quizás porque el terror me paralizó el
cerebro. Eran grandes, monumentales, y venían con carritos de compra
motorizados. Familias monstruosas de ellos, todos con carritos de compra
motorizados. ¿Qué vienen a comprar? ¿A nosotros y nosotras?
Los gigantes se paseaban por las calles inundadas
todavía con la pintura blanca, tan horripilantes como las pesadillas. Se
paseaban, como si se tratara de un supermercado donde las casas y edificios y departamentos
y hoteles fueran los productos que venían a comprar, los abarrotes que
necesitaban. Con toda la paciencia infinita de las generaciones muertas,
escogían lo que llevarían, a ciegas, calculando con el tamaño de la casa el
número de inquilinos que contenían. Algunos optaron por tomar las más pequeñas
y pobres, considerando la pobreza un sinónimo de familia numerosa ―y
hacinamiento―. Otros cogían las más bonitas, con la esperanza de obtener los ejemplares
más hermosos y mejor cuidados de nosotros. Cuando ya tenían elegida la casa que
se llevarían, la arrancaban de cuajo del piso, y la echaban al carrito de
compras motorizado. Luego, se dirigían a las montañas, donde una gigantesca
cajera calculaba con una máquina el precio de la compra, y se perdían en el
horizonte, de vuelta al país de los gigantes.
Entonces miré a mi esposa, una coneja angora.
Estaba en un rincón, asustada, maldiciendo a los humanos, quienes nos dejaron
construir ciudades en miniatura, emulando a las de ellos, sólo para hacernos
creer que nosotros, los conejos, quizás, tan sólo quizás, podríamos librarnos
de su hambre monumental, esa que consume árboles y minas y ríos y llanuras y
animales y otros humanos. Y conejos. Pronto vendrían a buscar más, quizás por
nuestra carne, quizás por nuestra piel, quizás para tenernos de mascotas, eso
no importaba, de todas formas ya nada tenía sentido.
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