viernes, 14 de noviembre de 2014

CÓDIGOS DE BARRA


Sin que nadie se lo esperara, vinieron los pintores. Llegaron tarde, muy de noche, trayendo camiones completos de pintura blanca absoluta, y la arrojaron contra nuestras casas sin pedirnos permiso, simplemente hicieron que la pintura cayera como una lluvia de leche, aclarando nuestros hogares en un instante de máxima revelación. Los pocos que a esa hora estábamos despiertos veíamos con impotencia el espectáculo del blanqueamiento de las calles. Algunos, los menos, se despertaron asustados ante el ruido de la pintura desparramándose por la vereda, formando un río blancuzco, y asomaron la cabeza por la ventana, convirtiéndose en mimos. Cuando llegó el alba, las casas eran todas albas. Los que gustan de dibujar grafitis en las paredes, sentían que los muros los llamaban, invitándolos a descargar su arte en aquellas hileras completas de paredes níveas.

Entonces vinieron otros camiones, y otros pintores, esta vez trayendo consigo tinas repletas de pintura negra. Con una precisión de albañil experto, de ladrón experimentado, de cirujano doctorado, comenzaron a dibujar las líneas interminables, como bosque oscuro: líneas verticales, perfectamente simétricas, paralelas, negras, de anchos diversos. Eran códigos de barra, colocados invariablemente en las paredes antes cándidas y ahora sospechosas. Anchas y estrechas, altas o de un piso, no hubo ninguna casa que se salvara: estaban todas con códigos de barra. Yo no entendía nada. Nadie comprendía qué ocurría. Los pintores desaparecieron tan repentinamente como llegaron.

Pero no debimos esperar mucho para saber de qué se trataba esto. Al poco tiempo se escucharon pisadas monumentales, atronadores retumbares que asustaban a los muebles y hacían música con la loza. Los sonidos aumentaban en volumen velozmente. Crecían, como nuestro miedo. Algo venía, y ya lo imaginábamos. «¡Vienen los gigantes!» Decían. Yo los veía en el balancear del techo, en el concierto de cubiertos golpeándose y en el tamborileo del té salpicando temores. Mi esposa apagó la luz. Todos en el barrio lo hicieron. Yo en realidad no supe por qué, pero miré a través de la ventana, quizás por curiosidad, quizás por desconcierto, quizás porque el terror me paralizó el cerebro. Eran grandes, monumentales, y venían con carritos de compra motorizados. Familias monstruosas de ellos, todos con carritos de compra motorizados. ¿Qué vienen a comprar? ¿A nosotros y nosotras?

Los gigantes se paseaban por las calles inundadas todavía con la pintura blanca, tan horripilantes como las pesadillas. Se paseaban, como si se tratara de un supermercado donde las casas y edificios y departamentos y hoteles fueran los productos que venían a comprar, los abarrotes que necesitaban. Con toda la paciencia infinita de las generaciones muertas, escogían lo que llevarían, a ciegas, calculando con el tamaño de la casa el número de inquilinos que contenían. Algunos optaron por tomar las más pequeñas y pobres, considerando la pobreza un sinónimo de familia numerosa ―y hacinamiento―. Otros cogían las más bonitas, con la esperanza de obtener los ejemplares más hermosos y mejor cuidados de nosotros. Cuando ya tenían elegida la casa que se llevarían, la arrancaban de cuajo del piso, y la echaban al carrito de compras motorizado. Luego, se dirigían a las montañas, donde una gigantesca cajera calculaba con una máquina el precio de la compra, y se perdían en el horizonte, de vuelta al país de los gigantes.


Entonces miré a mi esposa, una coneja angora. Estaba en un rincón, asustada, maldiciendo a los humanos, quienes nos dejaron construir ciudades en miniatura, emulando a las de ellos, sólo para hacernos creer que nosotros, los conejos, quizás, tan sólo quizás, podríamos librarnos de su hambre monumental, esa que consume árboles y minas y ríos y llanuras y animales y otros humanos. Y conejos. Pronto vendrían a buscar más, quizás por nuestra carne, quizás por nuestra piel, quizás para tenernos de mascotas, eso no importaba, de todas formas ya nada tenía sentido. 

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