Era un caluroso día estival, el sol retumbaba en
el piso de concreto y se proyectaba como el eco para sofocar todo a su paso.
Los vendedores de bebidas estaban teniendo una buena tarde (cada diez minutos
iban a buscar bebidas nuevas, heladas, para reemplazar los caldos hirvientes
que vendían). En la cancha, el pasto se resecaba velozmente. El calor aturdía a
los jugadores. Ambos equipos parecían jugar a nada: llevaban media hora en el centro
de la cancha, haciendo rodar la pelota pero sin atreverse a atacar al rival. La
gente estaba realmente aburrida y asada por el calor absolutamente
insoportable, así que buscaban otras formas de entretenerse.
En la galería norte, algunos trajeron baldes de
agua (no se sabe cómo lograron burlar los controles de policía) desde los
baños, y comenzaron a desparramarla sobre los demás asistentes. Pronto
aparecieron los que traían consigo bombitas de agua y provocaron una guerra
campal, atrincherándose entre las gradas y los asientos. Los carabineros, completamente
embetunados de sudor en esa sauna verde que es su uniforme, no eran capaces de
contener aquél combate acuático en el estadio, pues los guerrilleros del mar eran
muy ágiles y numerosos y no lograban alcanzarlos.
Los que estaban en la tribuna Andes, sin sombra,
completamente entregados al calor, se agolparon debajo de una sombrilla pequeña
que alguien trajo, y no faltaron las rencillas por colocar una pierna, un brazo
o la cabeza a la sombra. Los demás, los que no cabían o no deseaban pelear, se
colocaron bajo las gradas, muy alejados del espectáculo, y sólo venían a la
cancha, atropellándose, cuando escuchaban los gritos de la multitud (aunque, de
todas formas, todavía no pasaba nada: nadie había disparado una sola vez contra
el arco rival). Algunos personajes deambulaban por la tribuna ardiente,
delirando de fiebre, y se entretenían debatiendo sobre la prueba científica de
la inmortalidad de las almas, sobre el ritmo básico que componía todas las canciones
de moda, y sobre qué pesaba más, un kilo de plomo o un kilo de plumas. En un
rinconcillo, incluso, se produjo un pequeño amago de incendio.
En la galería sur, la barra de las visitas saltaba
frenéticamente como poseídos, en otro mundo, protegidos del sol por sus lienzos
y pancartas. En la tribuna pacífico, algunas muchachas hermosas de la alta
sociedad se paseaban desnudas entre la muchedumbre, como una forma de combatir
la calor, provocando a los espectadores masculinos que ya en esos momentos ni
siquiera veían el partido y preferían sacarse fotos con ellas, lanzarle
piropos, tocarlas cuando pasaban cerca, o simplemente admirar la perfecta
escultura del cuerpo femenino. Hasta los locutores radiales habían dejado de
transmitir para bajar a conversar con ellas.
Sin embargo, nadie se esperó lo que ocurrió luego.
El cielo se oscureció repentinamente, pues el sol fue tapado por una nube
oscura gigantesca y misteriosa. Entonces cayeron aves muertas del cielo como
meteoritos, todas desplumadas y rostizadas. El partido debió suspenderse, pues
a medida que el tiempo pasaba, aumentaba la intensidad de los pájaros bajando a
la Tierra. Cuando cesaron los animales voladores, comenzó la lluvia de plumas.
Oscuras, grises, blancas, amarillas, celestes, verdes, púrpuras, las plumas se
desparramaban por el estadio como un espectáculo colorido, y se enterraban en la
cancha, sustituyendo al pasto, embetunando todo a su paso con plumas,
convirtiendo el concreto ardiente en un colchón de plumas.
Después se supo que muchas aves habían comenzado a
volar alto, muy alto, escapando del calor, pero que al llegar a la estratósfera
(donde está la capa de ozono) murieron por la fuerte radiación ultravioleta y
cayeron velozmente, desplumándose en la caída, provocando esa inolvidable tarde
estival donde llovieron plumas del cielo. (De todas formas, cuando el estadio
se limpió completamente y pudo reanudarse el partido, ya nadie se acordó del
partido y nunca se supo qué equipo ganó).
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