jueves, 13 de noviembre de 2014

LIVEPHONE

Le encantaban los teléfonos inteligentes. Pasaba horas contemplándolos en las vitrinas de las tiendas comerciales, en los catálogos de internet, revisando en las noticias las novedades más recientes de los gigantes comerciales. Su celular era su mejor amigo, el único confidente que aceptaba sin vacilación sus miles de deseos y problemas diarios. Su teléfono móvil, sin embargo, era un “ladrillo”; anticuado, sin android, memoria insuficiente y funciones limitadas; él deseaba algo mejor. Así que juntó dinero, mucho dinero, todo el dinero que le sobraba, para comprarse el teléfono más caro y mejor del mercado. Estuvo así durante años, ansioso, soñando despierto con una nueva máquina milagrosa, hasta que logró juntar el dinero suficiente para comprarse cualquier aparato que quisiera. Para entonces, se rumoreaba que sería lanzado el mejor de todos los que existían en esa época, un Smartphone que dejaría atrás a toda la competencia: el Livephone.

Todos en el mundo estaban impacientes por el lanzamiento del Livephone. Las celebridades más repugnantemente adineradas anhelaban tenerlo pronto en sus manos, y depositaron cifras asquerosamente ridículas para reservarlo. Cada noticia de sus nuevas funciones se convertía en tema obligado de cualquier conversación de sobremesa. El planeta parecía girar en torno al desarrollo del Livephone. Hasta que salió al mercado. Salió y desapareció: todos ya estaban reservados. Nuestro hombre, con todo el dineral que había juntado no fue capaz de pagar ni la batería; simplemente no se vendía en ninguna parte.

Un día, él caminaba por la calle y lo vio: estaba en el pasto, un poco magullado pero seguía funcionando. Era todo pantalla táctil. Captaba las emociones del que lo sostenía. Le hablaba en español. Sus 10.000 aplicaciones eran de otro nivel: una recordaba por él; otra, hacía que interactuara en las redes sociales solamente con el pensamiento. No necesitaba saber cómo llegar a alguna parte, pues el Livephone lo orientaba eficazmente. Comprándole algunos accesorios, era capaz de ordenar sus movimientos, ayudarle a hacer ejercicios, señalarle las medidas de alimento que debía ingerir para mantenerse sano (y cocinarle), le combatía los virus, le hacía «hibernar» (en vez de dormir), pensaba por él, y le controlaba las acciones vitales: respirar, digerir, ir al baño, e incluso, los latidos del corazón. Y todo esto lo hacía automáticamente, como adivinando lo que su usuario necesitaba. No le faltaba nada; quizás, era la máquina suprema, la mejor invención del hombre, el teléfono perfecto.

El Livephone era todo para él. Le arrebató la vida y se la cambió por otra más tecnológica. Se mantenía cerca de donde habían enchufes para que no se le apagara (la batería le duraba poco, demasiado poco). Dejó de hablar con las cuerdas vocales. Ya no hacía nada, simplemente no necesitaba hacer nada. Y en una ocasión donde un repentino corte de luz en toda la ciudad le impidió recargar la batería, el celular se apagó. Él, que había olvidado cómo vivir sin el Livephone, no fue capaz de respirar, su corazón de detuvo en seco, y no pudo pensar en nada para salvarse.

Murió también, como si se le hubiera acabado la batería de la autonomía, como si ya no existiera, como si fuera un simple aparato (ocupado por su celular) que dejó de funcionar, como un esclavo de la tecnología. Y entonces supo que al Livephone le faltaba una aplicación para ser perfecto: la de volver más humana a la gente.

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