Le encantaban los teléfonos inteligentes. Pasaba
horas contemplándolos en las vitrinas de las tiendas comerciales, en los
catálogos de internet, revisando en las noticias las novedades más recientes de
los gigantes comerciales. Su celular era su mejor amigo, el único confidente
que aceptaba sin vacilación sus miles de deseos y problemas diarios. Su
teléfono móvil, sin embargo, era un “ladrillo”; anticuado, sin android, memoria insuficiente y
funciones limitadas; él deseaba algo mejor. Así que juntó dinero, mucho dinero,
todo el dinero que le sobraba, para comprarse el teléfono más caro y mejor del
mercado. Estuvo así durante años, ansioso, soñando despierto con una nueva
máquina milagrosa, hasta que logró juntar el dinero suficiente para comprarse
cualquier aparato que quisiera. Para entonces, se rumoreaba que sería lanzado
el mejor de todos los que existían en esa época, un Smartphone que dejaría atrás
a toda la competencia: el Livephone.
Todos en el mundo estaban impacientes por el lanzamiento
del Livephone. Las celebridades más repugnantemente adineradas anhelaban
tenerlo pronto en sus manos, y depositaron cifras asquerosamente ridículas para
reservarlo. Cada noticia de sus nuevas funciones se convertía en tema obligado
de cualquier conversación de sobremesa. El planeta parecía girar en torno al
desarrollo del Livephone. Hasta que salió al mercado. Salió y desapareció:
todos ya estaban reservados. Nuestro hombre, con todo el dineral que había
juntado no fue capaz de pagar ni la batería; simplemente no se vendía en
ninguna parte.
Un día, él caminaba por la calle y lo vio: estaba
en el pasto, un poco magullado pero seguía funcionando. Era todo pantalla
táctil. Captaba las emociones del que lo sostenía. Le hablaba en español. Sus
10.000 aplicaciones eran de otro nivel: una recordaba por él; otra, hacía que
interactuara en las redes sociales solamente con el pensamiento. No necesitaba
saber cómo llegar a alguna parte, pues el Livephone lo orientaba eficazmente.
Comprándole algunos accesorios, era capaz de ordenar sus movimientos, ayudarle
a hacer ejercicios, señalarle las medidas de alimento que debía ingerir para
mantenerse sano (y cocinarle), le combatía los virus, le hacía «hibernar» (en
vez de dormir), pensaba por él, y le controlaba las acciones vitales: respirar,
digerir, ir al baño, e incluso, los latidos del corazón. Y todo esto lo hacía
automáticamente, como adivinando lo que su usuario necesitaba. No le faltaba
nada; quizás, era la máquina suprema, la mejor invención del hombre, el
teléfono perfecto.
El Livephone era todo para él. Le arrebató la vida
y se la cambió por otra más tecnológica. Se mantenía cerca de donde habían
enchufes para que no se le apagara (la batería le duraba poco, demasiado poco).
Dejó de hablar con las cuerdas vocales. Ya no hacía nada, simplemente no
necesitaba hacer nada. Y en una ocasión donde un repentino corte de luz en toda
la ciudad le impidió recargar la batería, el celular se apagó. Él, que había
olvidado cómo vivir sin el Livephone, no fue capaz de respirar, su corazón de
detuvo en seco, y no pudo pensar en nada para salvarse.
Murió también, como si se le hubiera acabado la
batería de la autonomía, como si ya no existiera, como si fuera un simple
aparato (ocupado por su celular) que dejó de funcionar, como un esclavo de la
tecnología. Y entonces supo que al Livephone le faltaba una aplicación para ser
perfecto: la de volver más humana a la gente.
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