Al cabo de unos meses de viaje errante,
encontré un lugar para detenerme: un Planeta llamado Estefania. Había
emprendido una expedición incierta, obligado por las circunstancias. Mi nave
espacial, hecha con decisiones mal tomadas, era quien elegía el rumbo a tomar.
No tenía una dirección fija, no sabía hacia dónde me dirigía, no sabía hacia
dónde quería ir, sólo sé que viajaba por el universo de la soledad, las
galaxias de las nostalgias y las infinidades del arrepentimiento. Ya mi
combustible de penas se estaba empezando a vaciar cuando lo vislumbré. Era
pequeño y sencillo, pero su aura cálida irradiaba ternura y compasión.
Me acerqué veloz a él, sin poder detenerme.
Cuando estaba a punto de llegar, se me acabó el combustible, pero la Inercia y
la fuerte energía de gravedad me atraían hacia su superficie. Me estrellé en el
planeta. Fue un accidente que me dejó sorprendido, aunque salí sano y salvo. Unos minutos después dejé mi asombro de lado y me precipité a buscar leña. Era
de noche. Su atmósfera era alegre y tímida, el paisaje se veía hermoso pero tosco y su
superficie tenía el color de la piel. Encendí una fogata, lo suficientemente
grande para que durara toda la noche y me dormí en el regazo del Planeta Estefania.
Al amanecer comprendí que era un cálido verano.
Las libélulas recorrían libremente el cielo, reinas de ese espacio celestial.
En la tierra, los animales habitaban las praderas, sin miedo a los
depredares o cazadores. No existían plantaciones, ni forestales, ni cultivos,
ni rancherías, ni ciudades, ni empresas, ni nada que alterara el equilibrio
perfecto de la naturaleza. Sólo yo era el extraño, el intruso, el parásito que
infectaba el ecosistema completamente completo. El planeta no me necesitaba
para seguir con la vida tal y como estaba, pero me recibió amablemente en su
vientre, me dio cobijo, me brindó todo lo que necesitaba para alimentarme y
calentarme, y me concedio un hogar. Me sentí feliz en ese paraíso inocente, libre de
cualquier culpa, de sentimientos negativos, de los problemas. En la sencillez
de la vida rústica, me encontré amando al planeta, y la tierra me devolvió todo
el cariño queriéndome tal y como era.
Disfrutaba la suavidad de sus volcanes gemelos,
habitaba el vientre tranquilo de su valle fértil, me revolcaba en sus ríos
sueltos y desordenados como cabellera, me perdía en las nubes marrones que me
miraban como ojos, besaba las coloradas rosas de su labios floridos, por las
noches un brazo de oscuridad me protegía de mis pesadillas, me deleitaba
recorriendo las cordilleras que asemejaban rodillas y las piernas de montañas
me llevaban hacia los rincones más escondidos del planeta, hasta que descubrí
una cueva secreta, cálida, donde me refugiaba cuando necesitaba tranquilidad y
silencio.
Permanecí un tiempo así, sin cambios, alegre, embelesado. No
supe cómo pasó, pero de pronto era otoño. Entonces descubrí que no estaba solo:
otras personas venían de vez en cuando, alumbradas por la fastuosa sencillez
del planeta, buscando un tesoro desconocido para mí. ¿Qué ocultaba Estefania?
¿Qué deseaba todo el mundo encontrar en sus tierras suaves? Venían en naves de amistad, de familiaridad, de egoísmo, de malas intenciones, de compasión y de todas las
formas posibles. Algunas sólo tomaban un descanso, otras se quedaban un tiempo,
acampando entre bosques con árboles sonrientes, donde resonaban cantos
ornitológicos y dormía una naturaleza indómita y creativa. Y yo me refugiaba en
mi lugar secreto, esperando acabaran la visita para poder disfrutar a solas de
mi mundo. En otras ocasiones, contadas, me acercaba trémulo a conversar con los recién llegados, intentando disimular, con cordialidad, un saludo de despedida.
Buscando el tesoro oculto entre sus pieles,
aparecieron los problemas. Mi secreta permanencia permanecía oculta al par de
soles que le daban vida. Sobrevino la erupción de los volcanes, depositando una
capa ardiente compuesta por miedos. Me encontré con un meteorito íntimo,
incrustado como una espina en los rincones del remordimiento. Al descubrimiento le siguieron celosas inundaciones
sucesivas. El otoño iba marchitando la suavidad del suelo donde estaba parado,
y me encontré muchas veces sin poder mantenerme en pie, en un estado de
abastasia, arrastrado por las celosas mareas hacia los confines de la
atmósfera, y ahí, a lo lejos, observaba nuevamente el planeta, mi nave
destruida y la calidez que irradiaba Estefania, incluso con las enfermedades de
un invierno que se asoma tímido por encima de la pandereta de las estaciones. Y,
cuando estaba a punto de perderme sin rumbo en las infinidades del espacio,
Estefania abría sus brazos, dispuesta a recibirme nuevamente y acogerme en su
regazo.
Pero soy un humano, la plaga que destruye La
Tierra, un insecto voraz, devorando la ternura de las amapolas recién
florecidas, un parásito infame, capaz de chupar toda la sangre de la compasión,
un ave de rapiña, alimentándose de los errores muertos del corazón, un chape,
que se apega y no se desprende con nada, un mosquito molesto,
aleteando dudas a su alrededor. Mi presencia marchitaba al mundo y hacía más
complicado de sobrellevar el otoño. Mas, seguía sintiéndome cómodo habitando en
Estefania. Por eso, no dejé nunca de luchar contra mis destructivos instintos para
mantener a salvo su frescura maternal y el calor de su interior.
Y sin darme cuenta, me había convertido en una
luna, orbitando alrededor del Planeta Estefania, alumbrando la oscuridad de sus
miedos, acompañándola en sus sueños, recorriendo el espacio anual junto a ella, incapaz de
alejarme por la gravedad que me mantenía siempre apegado a ella. Observándola
completamente, como un mundo entero por descubrir y no como montañas, valles,
continentes y océanos, descubrí el tesoro que guardaba: su valiosa compañía. Y,
siendo un fiel satélite, permanecí atado a su órbita hasta que el destino
quiera lo contrario.
El planeta Estefania, mi mundo privado, mi universo completo, mi novia. |
y tú serás la luna que alumbre mis más oscuros rincones...Gracias por tan hermoso cuento
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