miércoles, 27 de agosto de 2014

Miedo a lo desconocido

Carlos González, un tipo corriente, buen sentido común, lenguaje cotidiano y costumbres que de tan usuales parecen invisibles, realizaba tranquilamente su rutina diaria antes de irse a Argentina: levantarse temprano, ir al trabajo, salir a almorzar, volver al trabajo, salir, ir con sus amigos a comer, ver una película ó disfrutar la tarde con su esposa, luego volver al hogar, encender el televisor, ver las noticias y finalmente quedarse hipnotizado frente a esa caja con colores destellantes hasta que las pestañas se hacen tan pesadas como su señora. Los fines de semana se juntaba con amigos para ir a carretear, bebiendo, fumando, bailando hasta tarde. Los domingos, como todo el mundo, pasaba la tarde curándose de la “caña” y la enfermedad del “fomingo”. Cuando caminaba por las calles, miraba culos y pechos en silencio, aprovechando la manía de las chilenas por usar ropa cada vez más apretada y ocultar cada vez menos sus atributos, como si un culo bonito, la cara bien arreglada, el pecho floreciente y la sonrisa brillante fueran sinónimo de prestigio. Le gustaba hablar de fútbol, de farándula, de las noticias del momento –tan gloriosamente celebradas por la prensa y tan rápidamente olvidadas–, de videos divertidos, de las copuchas de los colegas, de asuntos nimios. Escuchaba lo que salía en la radio, veía las películas que pasaban en televisión. Sabía más de Alexis Sánchez que de política, de la modelo más famosa que de historia, de copete que de ciencias, de chistes que de literatura. Leía sólo los subtítulos, a veces el diario, y de vez en cuando algunos manuales. Y sin embargo, era un tauro feliz.
Pero la semana previa a su viaje a la Argentina, le pasaron muchas cosas que luego, en Buenos Aires, recordaría muy bien.
Un viernes, en un bar cualquiera, se le acercó un tipo. Carlos, como estaba un poco bebido, no temió hablarle. Y se encontraron de pronto siendo íntimos amigos de toda la vida, hablándose cariñosamente, contándose secretos y riéndose exageradamente hasta que el otro joven –a todo esto, nunca conoció su nombre–, lo intentó besar. Carlos no pudo esconder su asombro, demostrándolo vivamente con unos empujones, un derechazo impresionante y unos insultos terribles: “Qué te hai creído rechuchadetu…, maric… cu…”. Sus amigos vinieron a preguntarle qué le pasaba, y él sólo atinó a decir que un homosexual le había visto la cara de tonto, que se había pasado películas y que había intentado cosas raras. Pasó toda la noche quejándose con sus amigos de ese extraño ser, burlándose, riéndose, criticando un estilo de vida que no podía ser bueno, pues desde pequeño sabía con certeza que los hombres sólo hacen el amor con las mujeres.
El sábado, al ir a comprar pan, vio en la fila a unos muchachos usando poleras negras con dibujos animados, gorros extravagantes, bolsos exóticos y muñequeras innecesarias. Estaban hablando de series con nombres impronunciables, usando palabras que no conocía –como “kawai”, “ecchi”, “sempai”, “arigato”–, riéndose extrañamente con gestos un poco afeminados y sin atreverse a mirar a la mujer de culo gordo que pasó por sobre sus narices. Al llegar a casa y conversar con un vecino, sólo deseó que esas criaturas con forma humana desaparecieran de la tierra, encontrándole este último la razón, señalándole la casa del frente e informándole que ahí la hija de la vecina veía hasta tarde puros monos chinos, escuchaba música china y tenía pósters de chinos en la pared. Llegaron a un acuerdo: Chile está siendo invadido por los chinos.
El domingo vio en televisión una nota de prensa sobre los gitanos, seres vivos tan abominables y despreciables como la mierda en los zapatos, y maldijo sus costumbres, su descendencia, su lenguaje –y la forma de hablar– tan diabólico, la obsesión por pedir monedas como ruines ratas que se alimentan de los desechos de los demás, y prometió escupirles a la cara la próxima vez que encontrara alguno en la calle.
El lunes invitó a almorzar a un colega nuevo. En el puesto de fritangas él pidió un completo sin la vienesa y fue pifiado por todos. Él explicó que es vegetariano, que no come carne. Carlos lo molestó diciéndole: “Pero viste que eris weón, nadie se ha muerto por comer carne y vos la despreciai como si fuera veneno la weá, no seai gil”, e intentó darle su vienesa. Los demás colegas también lo instaban a ingerir el alimento e incluso uno se ofreció, en tono irónico, a masticarle la comida. El vegetariano se indignó tanto que agarró todo y se fue, sin comer, gritándoles “Pero como tan poco tolerantes”. Pasaron toda la tarde hablando de él, riéndose por cualquier cosa y ridiculizándolo por su estilo de vida, como si fuera cosa de otro mundo no ingerir animales muertos.
El martes, mientras cenaba por última vez en Chile con su esposa, vieron a lo lejos, en una mesita arrinconada, a una adolescente de lentes amplios acompañada únicamente por un libro. Le incomodaba verla leyendo mientras ingería los alimentos. Se lo comentó a la señora: “¿Cómo puede ser que se la pase haciendo algo tan fome? Debería buscarse un mino para carretear, conversar, pasarla bien, ir a tomar a alguna parte y tirar toda la noche con él”. La señora, acostumbrada a su habitual intolerancia hacia los demás, sólo le indicó que si él no se atrevía a ser ese “mino”, mejor no hablara más de ella. Calló.

El miércoles se la pasó ordenando la maleta para viajar a Argentina. Partieron el jueves, de madrugada, concluyendo su viaje al otro día, en la tarde. Y de pronto se encontró en Buenos Aires, siendo el “chilenito” que llamaba poleras a las remeras, parafina al kerosene, galletas a las masitas, llaves a las canillas, taxis a los remix, bebida a las gaseosas y colectivos a las micros. Tomaba té en vez de mate, trabajaba a las dos de la tarde y no sabía cómo escribir bien. Tenía una forma de hablar única y diferente, y lo molestaban por eso, vociferando chistes que no entendía, seguidas por carcajadas tan incómodas como la incertidumbre. Entonces deseó volverse pronto a Chile, porque sus actitudes ya no eran las comunes y corrientes, su forma de hablar era extraña y todo él, en realidad, era una cosa rara. Los argentinos se burlaban de él, lo desplazaban, lo criticaban, tal como él había hecho antes a los demás, sólo porque tenía miedo a lo desconocido, a todo aquello que para él no debía existir por ser diferente a lo que creía normal. 

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